Contemplaba el amanecer como cada día, sentada y sola.
El cálido esplendor del sol naciente le daba los buenos días.
En su mente un recuerdo, un recuerdo que cada mañana cobraba
vida.
Lo recordaba, como si nunca hubieran
pasado los años. Siempre radiante y risueño, correteando por
el inmenso prado. Sus ojos, como dos grandes esmeraldas,
la miraban con ternura y amor, desde el lugar donde siempre
jugaba.
Sin esperarlo, su mundo interno se derrumbó. No quería pensarlo,
pero era inevitable. La sonrisa que su rostro ofrecía al mundo,
se borró.
Su dolor era tan grande, que no habían lágrimas suficientes,
para deshacerse de su pena.
Se incorporó y corrió sin dirección. Las más bellas flores,
marchitaban a su paso, cómo si destilara su inmensa tristeza,
por cada poro de su piel.
Se dejó caer, abatida. Sus ojos, rojos de tanto llorar, pedían
al cielo una explicación. En su pensamiento solo veía, esa
enfermedad que le robó la vida a su pequeño.
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