Las tostadas salieron volando, ajenas a mi hambre y a mi asombro. Saltaron de la tostadora, marchándose rapidísimo por la ventana. Yo, embobado con el cuchillo de la mantequilla en la mano, me quedé un rato allí, en la misma posición, como si esperara a que volviesen, o como si Carla me fuera a despertar con su codazo habitual.
Nada de eso pasó.
Carla ya no estaba, las tostadas tampoco. Ambas me dejaron el corazón y el estomago destrozado.