<<¿CREER O NO CREER EN EL AMOR?>>
En una tarde de noviembre lluviosa, Diana paseaba con su perra Wanda cuando encontró a un chico que le llama la atención. Se miran y sus perros juguetean haciendo que estos se acerquen y entablen una conversación.
Diana pensó en decirle de ir a tomar algo juntos, pero claro, solo eran dos desconocidos que acababan de coincidir paseando a sus perros.
Diana iba a empezar a caminar cuando se detuvo y le preguntó: ¿Y si vamos a tomar algo? Siempre es bueno conocer a gente nueva ¿no?.
Pues ella aceptó y se pasaron toda la tarde charlando y conociéndose junto a sus perros, autores de ese maravilloso reencuentro. La verdad es que era un chico encantador, por otro hablar de su físico, de sus ojos azules hipnotizaban a cualquiera y su manera de sacarme una sonrisa me hacía sentir...
Especial, única. Empezaron una relación sería, todo iba bien hasta que un día Diana se enteró que le había sido infiel. Desde ese día, no quiso saber nada más de él. ¡Ya no cree en el amor!
Lectores y escritores
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Relato entre seis: Carlota Navarro, Indira Valencia, Patricia García, Sara Guillén, Sonia Suárez y Jennifer Fleitas
Relato entre cinco. "El primer paso para el cambio", Laura Calvo Ossorio
Mientras caminaba por la ciudad, no me percataba de lo contaminado que estaba todo... Incluso de día, me costaba ver el azul del cielo. Por esa razón, cada vez que salía el sol mi cara ponía una sonrisa. No me gustaba ver que mi ciudad se iba contaminando poco a poco. Me ponía triste, pero enseguida cambié el chip y me levanté, me vestí y decidí comerme el mundo. Aunque no todo iba a ser de golpe y porrazo. Empecé, primeramente, bebiéndome un cafecito a lo George Clooney. Mientras me tomaba el delicioso Nespresso ideaba algún plan para aportar mi granito de arena en este problema que afectaba a mi ciudad. Así que, salí de nuevo y comencé con la primera labor. Me dirigí a la playa y con el ánimo dispuesto y el corazón encendido, procedí a recoger todo aquello que no perteneciese a ese ambiente y arrojarlo en diferentes bolsas.
Daniel Moleón Monzón
La película de mi vida
New York, 23 de noviembre.
No es un día cualquiera, se cumplen diez años de la muerte de su padre. El sentimiento de culpa vuelve a pegar tan fuerte como cada veintitrés de noviembre desde hace una década.
George, como cada año, acude al mismo banco en el ala oeste de Central Park, situado junto al legendario estanco de Jhon Griteway. Puntual, no falta a su cita a ciegas con la soledad. Respira profundo, lento, un respirar casi inapreciable. Mientras se sienta, parsimonioso, como si no hubiese un sentido del tiempo, eleva la vista y observa: niños jugando al béisbol, gente corriendo, señoras paseando con sus perros, carcajadas, música de fondo; y, entre todo el bullicio y gentío, emerge la imagen de un padre y su hijo acercándose hacia el mítico quiosco. El joven, que aún no había experimentado la adolescencia, corría con su helado persiguiendo las palomas, mientras, su padre, disfrutaba del olor a café que desprendían las páginas de su periódico.Tras un leve parpadeo, una ráfaga de aire gélido trae a George a la realidad: el que fuera palacio de golosinas y helados era ahora el tapiz de los grafiteros; la estampa del hombre con su hijo se difuminaban hasta convertirse en dos lágrimas, que sincronizadas, descienden espesas y lentas como rapelistas por su cara.
Las hojas secas y desordenadas en el suelo, arrancadas a la fuerza por el viento, eran su pelo; su ropa era el periódico arrugado y maltratado por la inclemencia del tiempo que vaga libre por el parque; su cara, sin expresión, era la estampa yerta de un desierto; era todo él una simbiosis con la melancolía.
Pasada media hora de su encuentro a solas, enfundado en su tres cuartos de piel negra y enmascarado con sus gafas antipaparazzis, emprende el camino de vuelta a casa. Ahí estaba esperándole, llena de polvo, durante diez años, pero intacta, la decrépita caja de herramientas de su padre, que insólitamente, aún conservaba el olor madera. Era el momento, él lo sabía, ahora sí estaba preparado, lo sentía dentro de sí, ya era hora, habían pasado diez años. Tembloroso como un crío asustado, destapa la misteriosa caja que su padre le había dejado en herencia… en el fondo, el único utensilio de la caja, ante su asombro, un sobrecillo de azúcar posado sobre una fotografía…
Casi sin darse cuenta, George se había convertido en el protagonista de propia película, estaba ante el mayor enigma de su vida, más inusual que cualquiera de los guiones a los que se había enfrentado. Ahora, retirado de la gran pantalla, era el momento de poner en práctica todas aquellas habilidades detectivescas que había desarrollado y adquirido durante todos esos años holliwoodescos.
Aquel paquetito blanco, desgastado por los años, lograba conservar aún una misteriosa inscripción en el reverso: "chacho", un término que escapaba absolutamente a tods sus conocimientos, era algo casi onomatopéyico. La fotografía cubierta por una película de polvo gris dejaba entrever una terraza y un inmenso mar en el fondo. George desconcertado, atrapó las pruebas y arrancó como alma que lleva el diablo. Corrió lo más rápido que pudo y tomó el primer tren hacia las afueras de Yale. Allí se encontraba Gunnarsoon, el primer guionista con el que trabajó, el hombre más sabio que conocía. Cerca ya del centenar, el viejo Guni vivía acomodado y acompañado por sus gatos en su apacible casa de campo. Si alguien podría ayudarlo, era él, sin duda alguna. Había viajado por todo el mundo y hablaba siete lenguas. Era el creador de misterios cinematográficos más hábiles jamás visto, si alguien podía hacerlo, no podría ser otro.
El viejo Guni rodeó a George con sus lánguidos y largos brazos, maleables como chicles, y lo apretó tan fuerte como pudo; lo adoraba. Tomó la fotografía apresurado y la observó minuciosamente. Segundos más tardes respiró profundo, calmado, desenfundó su ancestral lente de aumento y tras unos minutos, asentando con la cabeza, dijo: "estamos cerca hijo"; "¿qué más tienes?", George sacó el sobrecillo y lo posó sobre la mesa. Guni, atónito, tomó el sobrecillo con la delicadeza con la que una madre primeriza toma a su bebé: "eureka, lo tenemos hijo, esto es Gran Canaria". El viejo guionista era un apasionado cafetero y coleccionaba sobrecillos de azúcar de todos los lugares a los que viajaba. Aunque no supo descifrar el significado de aquella enigmática inscripción, no tuvo dudas en reconocer el atípico diseño, sin duda alguna, sólo había visto aquellos sobrecillos en su viaje a una de las islas del paradisíaco archipiélago norteafricano, las Islas Canarias. Los dos se fundieron en un entrañable abrazo, mientras las lágrimas comenzaban a fraguarse en la cornisa de sus ojos, ambos sabían que era la última vez que se verían.
Raudo, George, sin equipaje alguno, se subió al primer avión camino hacia la otra orilla del océano. Asustado y emocionado a la vez, comenzó a temblar. El enigma parecía cada vez más cerca, aunque una pregunta no dejaba de rondarle por la cabeza: "¿por qué aquí, qué hay aquí papá? Sin esperar bulto alguno, George salió el primero del avión y, haciéndose hueco entre los kilométricos gorros de paja de los turistas, corrió hacia el primer taxi de la parada: "rápido, lléveme aquí, por favor", dijo el americano mientras extendía la fotografía hasta sus manos. El taxista reconoció enseguida el misterioso lugar: "esto es El mirador de Bandama, señor".
Las nubes se tornaron grises durante el camino, el cielo se cerró y tan rápida como inesperada llegó la tormenta. Llegados a la falda de la montaña, el taxi se detuvo: "lo siento, señor, no puedo seguir, la carretera está cortada. Es ahí arriba, señor, es ese lugar, estoy cien por cien seguro". George, sin esperar el cambio se dispuso a andar cuesta arriba, bajo el chaparrón. Treinta minutos más tarde y completamente enchumbado, George, exhausto, llegó a la cima de la montaña y se posó bajo la pérgola de la entrada de bar y se tomó un minuto para recuperar el aliento. Tras una bocanada profunda de aire, se dispuso a entrar…un paso, dos, ya estaba dentro.
Con sumo cuidado, desenfundó del interior de su chaqueta tres cuartos la funda de plástico que protegía la vieja imagen y la observó con detalle. Levantó la mirada y se dirigió a la terraza. Con la fotografía entre sus dedos, extendió el brazo, buscando el ángulo perfecto, buscando el ángulo del que fue tomada la misma fotografía. El taxista no estaba equivocado, era ese lugar, el mismo, la misma vieja barandilla de madera y el mismo inmenso mar en el fondo. Sus piernas comenzaron a languidecerse, fatigado, se sentó.
Tan rápido como vino, la tormenta se escondió, las nubes se disiparon y el cielo abrió su manto azul, un azul tan brillante como el oro. Esos rayos de sol parecieron devolverle la vida. George se levantó y conectó una mirada con la camarera, esta curtida por la experiencia, adivinó la palabra café entre sus labios. George dio unos pasos y se alongó pensativo a la baranda. Respiró profundo, pausado, dejando que el aire puro de aquella tierra perforara sus pulmones. La luz del día vislumbraba ahora la fascinante caldera y el infinito mar. Cuando quiso darse cuenta de donde estaba, ya había quedado hechizado por la belleza de aquel lugar, se sintió como en su casa, como si aquel lugar, de algún modo, hubiese formado parte de él durante toda la vida. Cuando se dio la vuelta el café ya estaba encima de la mesa, junto a la taza, el mismo sobrecillo de azúcar.
El misterio aún no estaba resuelto, no entendía qué quería decirle su padre con eso. Tomó el café de un sorbo, sin azúcar, como a él le gusta, de un solo trago. Sin apenas disfrutar la milimétrica taza de café, invadido por la intriga, se adentró en el salón en busca de respuestas, quizás aquella anciana podía darle alguna pista sobre su padre. George se acercó a la señora y sacó, por primera vez en diez años, la fotografía de su padre que con tanta predilección guardaba en su cartera: "¿lo conoce? ayúdeme, es mi padre". La mujer, con dulzura, dijo: "lo intentaré mi niño". Tomó la fotografía entre sus manos y la acercó cuanto pudo a sus ojos. En ese preciso momento el silencio se apoderó del lugar. "Dígame, ¿lo conoce?", retumbaba en eco la voz de George. La señora despegó la vista de la imagen, elevó la mirada envuelta en un paño lágrimas y balbuceando, con la voz desquebrajada, respondió: "eres igual que tu padre".
Relatos a doce manos. L. Santana, O. Izquierdo, L. Rodríguez, N. Igualador, N. Agudo, I. Gil
En el recuerdo
Julia Lamas. LPGC
Ana Hernández Rodríguez. No estaba muerto
No estaba muerto - Darío Suárez 3ºA
NO ESTABA MUERTO
Se despertó igual ayer se había acostado, medio somnoliento y con hambre. Pero hoy era un gran día, era su gran final de atletismo. Llevaba mucho tiempo entrenando y confiaba en sus posibilidades de ganar y en su gran fortaleza. Desayunó fuerte, un gran desayuno para un gran corredor, y aunque a él le pareció poco, se conformó con eso. La carrera empezaba pronto por lo que tuvo que coger el coche rápidamente para llegar a tiempo. Condujo todo el trayecto hasta llegar al evento muy ilusionado. Enseguida preparó todo, se calzó adecuadamente, y se pegó su dorsal en la camiseta. No tardó ni dos minutos en empezar la carrera. Al pitido del inicio salieron todos los corredores, él por delante, a gran velocidad. Ni le hizo falta echar un vistazo para darse cuenta de que poco a porque se alejaba más del resto y se acercaba más a la meta. Pero de pronto algo llamó su atención: una mano asomaba entre unos matorrales a un lado del camino. Rebuscó entre ellos y encontró el cuerpo inmóvil de una persona. Rápido como él solo, llamo a una ambulancia que en menos de nada se presentó allí. Con una rápida mirada, observaron al paciente. Determinaron que no pasaba nada, que solo era un corredor más que se había desmayado por el cansancio de la carrera. Le reanimaron, le hidrataron con agua y se fueron. Por otro lado, él les dio las gracias y siguió corriendo. Terminó con una merecida victoria.
No estaba muerta. Eva Pérez
"No estaba muerta"
Todo ocurrió aquella tarde en la que nos llevaron al museo dedicado a la antigua civilización egipcia. Yo me quedé detrás de una columna de piedra mientras el guía explicaba, esperando el momento perfecto para escabullirme. Me aburren este tipo de visitas, y a Carol también. Cuando nadie nos miraba, dimos media vuelta y nos dirigimos al pasillo central; aquel en el que habían miles de amuletos, como el Ojo de Horus, el escarabajo sagrado o la llave de la vida. A continuación se encontraba la sección de momias y sarcófagos. ¡Mi favorita! Las momias estaban incrustadas en la pared pero con una cristalera que permitía verlas, y los sarcófagos no estaban expuestos al público porque querían conservarlos muy bien. Al fondo de la sala divisamos un pequeño pasadizo con un cartel que decía: "Prohibido el paso". Así que nos aseguramos de que nadie miraba y entramos corriendo. Vimos los sarcófagos de muchos faraones, pero había uno en concreto que estaba entreabierto. Oí cómo una vocecilla me llamaba y mi corazón empezó a latir fuertemente. Se trataba de la reina Cleopatra. Me dijo que había regresado a la vida para zanjar un asunto pendiente y que yo era la elegida.
LEYENDA:
-Complemento directo: media vuelta
-Complemento indirecto: a Carol
-Complementos circunstanciales: en la pared, fuertemente
-Complemento predicativo: elegida
-Complemento de régimen: de visitas
No estaba muerto. Isabel Vega 3ºA
Ese viaje fue el más raro de mi vida. Estaba en el avión destino Nueva York. Iba por la mitad del trayecto cuando surgió. Yo estaba dormida, pretendía estarlo la mayor parte del tiempo. Pero no me imaginaba que fuera a…soñar. En mala hora tuve un sueño, no pensaba que me iba a pasar esto. Me puse mis cascos con música relajante, para conseguir el sueño más rápido. Una vez dormida, empieza el típico sueño en el que crees que no va a pasar nada, pero siempre pasa. Eran las ocho de la mañana, me encontraba en la cama, recién despierta. Me sonó el móvil, me levanté corriendo a cogerlo. Era mi hermana, me llamaba preocupada por su perro. Se había puesto muy malo durante la noche, y no sabía qué hacer. Le dije que llamara a un veterinario para que fuese a su casa. Yo también iba a su casa para esta con ella y tranquilizarla. Llegó el veterinario, enseguida le indicamos donde se encontraba el perro. Mi hermana le explicó lo sucedido. Dejamos solo al chico para que pudiera trabajar mejor. Al cabo de unos minutos, se acercó a donde estábamos. Nos explicó que no se podía hacer nada, el perro tenía una enfermedad que iba a acabar con él en unas horas.
No dejamos solos al perro durante toda la tarde, pero cuando nos acercamos a su lado, el perro no se movía, y había dejado de respirar. Mi hermana empezó a llorar. La calmé. Al cabo de unas horas regresé a mi casa. La imagen del perrito me vino a la cabeza y me derrumbé. Empecé a llorar, e incluso gritaba ¡no estaba muerto! Hasta que me desperté gritando en el avión y todos los viajeros mirándome. Estaba súper avergonzada. Menos mal que solo quedaba media hora de vuelo.
LEYENDA:
- mis cascos (Complemento directo).
- La calmé (Complemento indirecto).
- de la mañana, corriendo (Complemento circunstancial).
- Ese viaje fue el más raro de mi vida (Sintagma predicativo).
- de mi vida (Complemento de régimen).
No estaba muerto, Briseida Sarmiento
1 y media de la madrugada, el clima de aquí no se sabía si era de invierno, o de primavera, aunque ni yo tenía ganas de notarlo. Me encontraba con insomnio, no podía dormir, y es que, había tenido un pésimo día… Suspendí mis notas y tenía que repetir el curso, mamá y papá se habían enfadado, bueno, mi hermana, mi tía, mis primos de Marruecos, la noticia fue llegada a mis primos de Marruecos, que aún no sé ni cómo… mi familia en sí. Había peleado con mi hermano mayor, por el tema de las notas tal vez, y porque desgraciadamente no doy un palo en casa, abuela había fallecido, justamente llegando después de ver ese terrible papel con mis calificaciones, me dieron esa noticia. He de decir que he tenido más nota de vaga en toda mi vida que notas positivas en el instituto. En fin, no sé cómo me las he arreglado viviendo así, a mi rollo, a mi bola, sin saber que lo he estado haciendo todo mal. Por suerte me llegué a dar cuenta de todo, de que había perdido meses por no estudiar y, por desgracia, perdería 1 año volviendo a la misma historia desde el principio. Cerraba los ojos y no conseguía dormirme, estuve intentando pensar en historias buenas que me pasaron a lo largo de la semana y reflexioné… no estaba muerto, por mucho vacío que sintiera o sintiese, había aprendido la lección.